miércoles, 25 de diciembre de 2013

Praga

Hay tres puentes paralelos en Praga que dividen la ciudad nueva de la antigua, cada uno más moderno: el primero es el Puente de Carlos, el segundo es el que estaba en frente de nuestro hotel; el tercero nunca lo cruzamos pero parece tener una estructura completamente hecha de metal.

Toda la ciudad está llena de adoquín y de pasajes incoherentes y amontonados pero que combinan. No es como Viena, clara, espaciosa y uniforme; esta ciudad está loca y no es blanca, es naranja.

Dice en su museo que Kafka vivía en la parte antigua e iba a la escuela de la mano de la cocinera, admirado cada día por sus rumbos. Todo tiene sentido, la angustia y fascinación y el no saber pero estar en el mundo de las novelas de Kafka está en Praga. Uno sonríe a cada rato pero también parece que en algún punto los edificios se pueden caer, o que se están apretando unos a otros.

Antes de viajar, mi tía Sonia me dijo que el tío Germán List le dijo alguna vez que ella pensaba que París era la mejor ciudad del mundo porque nunca había ido a Praga; que ésa era la mejor ciudad del mundo.

Yo no sé qué vio el tío Germán, probablemente él conoció la ciudad durante las épocas checoslovacas. Aunque la dinámica de la ciudad era distinta y no estaba esa gran avenida con tiendas de diseñador, lo abrumador de sus calles no ha cambiado nunca.

Ahora la capital de Bohemia tiene además en algunos rincones obras de arte contemporáneo y de arte urbano (¿primos hermanos?) que decoran las esquinas y que aumentan la fascinación del paseante.

Hubo sol los días que estuvimos. Mi hermano y yo pudimos ver la aureola de los santos brillar desde el puente y había música, el jazz se toca en todos lados. Emiliano me hizo notar cosas que yo no veo. Él se fija en detalles y yo en monumentos. La visita de mi hermano es una fortuna, por fin siento que estoy “de viaje”.



sábado, 14 de diciembre de 2013

México era una fiesta

Anoche vi Rojo amanecer; cuando acabó prendí la computadora y vi la foto de un árbol de navidad incendiado durante las protestas contra la reforma energética, o por el alza de los boletos del metro, o por todo. México parece una fiesta inconforme que nunca se acaba. Luego salgo a la calle y en este país no pasa nada más que el viento.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Salón del miedo

“Salon der Angst” es una exposición temporal de arte contemporáneo con sede en el museo Kunstahlle, un edificio que mezcla el brutalismo arquitectónico con la estructura clásica original; hay un espejo de cinco metros de alto con un imponente marco barroco que refleja las escaleras de metal y el concreto donde otrora hubiera un salón recibidor. Tal vez por la iluminación tenue del interior (que hace el contraste menos evidente), esta  combinación no es agresiva: uno asiente sonriente mientras mira hacia el techo altísimo.

Las tres salas que conforman la exhibición fueron suficientes para asustarme.   Las instalaciones de arte contemporáneo siempre causan un poco de miedo por el desconcierto de hasta qué punto el espectador puede participar en la obra: si puedo ponerme los audífonos para escuchar un videoarte y escoger a cuál de las pantallas quiero mirar mientras en cada una de ellas la misma mujer me mira a los ojos pero desde una diferente posición, los nervios me traicionan y me incitan a cambiarme de pieza: mejor sólo miro cuadros.







Ese debe ser el efecto del arte contemporáneo: la subversión. El arte es ahora una apelación a los sentidos porque no hay un criterio estético estricto para juzgar lo que se ve. Evaluar una instalación que opta por aprovechar el espacio, los sonidos, las texturas y la experiencia del espectador no se puede hacer de la misma manera en la que se juzga una pieza que  atiende a un espacio físico de dimensiones limitadas como un lienzo.


Esta es mi primera consideración del arte contemporáneo, a propósito de que mientras veía uno de los muros de la exhibición, la piel se me enchinó una y otra vez como no me había pasado desde hace mucho tiempo, y qué podemos pedirle al arte sino desconcierto.

Este muro estaba lleno de collages, y sus recortes juntos decían la verdad. Y si Keats defendió la belleza como verdad, habrá que defender también la verdad como belleza, cual Joyce. Las imágenes estaban compuestas por dos textos distintos: de un lado la imagen de una modelo de revista y del otro la fotografía de alguna víctima de una tragedia civil. Así pues, si aparecía una mujer bellísima acostada con los ojos soñadores, su cabello pelirrojo desembocaba en la sangre corriendo de un hombre muerto en alguna ejecución acostado junto a ella.

Es el contexto lo que importa. Por qué no, pensaba, ver algunos de estos videos que siempre están en las exhibiciones de arte contemporáneo en mi casa. Porque no lo vería. Estar en una sala donde una pared proyecta la imagen de Margaret Thatcher congelada en medio de un discurso pero donde se escucha que ella sigue hablando lo vuelve todo absurdo, porque su cara está en una posición ridícula, con la boca abierta en una pausa que vuelve a cualquier persona patética; es una incomodidad. Nadie querría estar ahí.
La gente probablemente no pase más de una hora admirando las obras que una de estas exposiciones ofrece porque es molesto;  ése es un logro del arte contemporáneo. Estos videos interminables con escenas hiperrealistas proyectados en salas oscuras que por lo general tienen una banca para que la gente se siente a verlos son angustiosos.

Ver fotografías en blanco y negro de cementerios falsos montados en jardines de Estados Unidos para celebrar el Halloween no causa una franca epifanía sino duda: ¿qué es esto? ¿por qué retratar esto?
¿qué es lo que tengo que ver? ¿qué tiene que ver aquí? Pero alguien escogió retratar justo eso, justo ese detalle de la vida, y mientras esos barrios pobres con esqueletos horribles en sus rejas y máscaras viejas de hombres lobo no estén en la pared de un museo, no existen en nuestra conciencia, y así estaría mejor.


Ver una pieza tras otra de escenas que parecen no tener sentido pero sí lo tienen, sólo que uno muy abstracto y particular que jamás podremos aprehender porque no hay manuales para explicar la técnica de las escenas particulares,  de lo que un artista contemporáneo escucha o ve, es entrar en duda no sólo con lo que esa exhibición quiere decir sino con lo que uno mismo está dispuesto a ver.


Entrar en un cuarto oscuro donde se proyecta un video en el cual un hombre y una mujer tienen relaciones sexuales de la manera más explícita y con la grabación enfocada la mayor parte del tiempo en sus genitales es de un pavor inconmensurable. Ése es el salón del miedo.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Los mundos posibles

Ayer en clase de Lecturas Críticas la doctora Zettleman habló de una teoría literaria incipiente, extravagante y más bien chafona: la teoría de los mundos posibles.
No entendí a cabalidad de qué se trata, mi profesora tiene un estilo visceral de dar clases que hace sus explicaciones interesantes pero imprecisas.

Por las ideas que entendí, sin embargo, sospecho que esta teoría pertenece a una línea similar a la de la Recepción (además porque citó a Umberto Eco, una de las voces más concurridas cuando se quiere justificar un análisis literario no formal), donde el papel del lector está completamente involucrado en la obra literaria y en su sentido final.

 En los mundos posibles, no obstante, el lector puede hacer consideraciones con respecto a lo que hubiera pasado si la obra en vez de desenlazar de cierta manera lo hubiera hecho de otra. También puede hacer consideraciones sobre las consideraciones que los personajes podrían hacer para actuar de determinada forma en el argumento. Un desmadre, pues.

Ante tal charla no se puede hacer otra cosa más que preguntarse a sí mismo qué hubiera pasado si no hubiera venido a esta clase, o si en vez de haber estudiado náhuatl dos años hubiera estudiado alemán: ¿tendría más amigos austriacos?, o qué hubiera pasado si en vez de en invierno hubiera venido en verano, o si me hubiera ido de intercambio sin novio, o si tuviera una roomie que supiera hablar inglés, o si de plano no me hubiera ido de intercambio.

Y luego pues ya, ya es la mitad, ya sólo faltan dos meses para regresar, qué inutilidades andarse preguntando esas cosas. Mucho más inútil aun, me parece, preguntárselas con respecto a una obra literaria: ¿qué hubiera pasado si Jane Eyre no hubiera regresado para casarse la final?, ¿los críticos estarían más satisfechos? ¿O si Juan hubiera encontrado a su papá en Comala? ¿Seríamos más felices?

Pero qué manera tan inútil, bella e inevitable de pasar el tiempo: haciéndose preguntas.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Sol

Alejandro me dijo que cuando hiciera más frío las nubes se iban a condensar y el sol iba a volver a salir. Tenía razón, después de tres semanas de cuasi penumbra, hoy empezó a nevar y escribo con un rayo de luz reflejado en la pantalla de mi computadora.
Estoy fascinada, como si acabara de llegar a la ciudad.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Hedonista

Hubo una temporada cuando vivía en la casa del señor César en la que la bomba no funcionó bien, había que purgarla para que el agua subiera. Yo nunca aprendí a hacerlo porque el día que el casero nos enseñó, Rodrigo estaba ahí.  Él era el que iba a aprender, aunque no viviera ahí. Yo no.

Nunca estuve sola porque nunca quise la independencia que pude haber tenido. Cuando tomé la decisión de dejar de ir a Puebla todos los fines de semana le dije a mi mamá que era porque tenía que ahorrar dinero: cada boleto del ADO cuesta ciento cincuenta pesos. La verdad es que dejé de ir porque ahora tenía una familia también en el DF con la que podía pasar los fines de semana, la de Rodrigo.

El día que llegué a Viena fue la primera vez que estuve realmente sola y lo primero que hice fue salir a la calle a comprar el cable que necesitaba para conectar mi computadora a internet.

Llevo más de dos meses en esta ciudad y no ha pasado un día sin que deje de contar el tiempo. Estuve revisando mis finanzas y están bastante bien, mi estrategia para administrar el dinero (gastar en nada, comprar lo más barato, ser coda) ha funcionado a tal grado que estos últimos meses  podría darme el lujo de viajar a otros países o de vivir más luj[uri]osamente.

Esta mañana, mientras me bañaba, pensaba que estoy en un momento privilegiado que probablemente no volveré a vivir: estoy viviendo sola en Europa con veintidós años y sin preocupaciones de dinero.

Me resultó absurdo sentirme desdichada.  Gastaré todo mi dinero, lo gastaré. Hay una cita de Samuel L. Jackson que dice: “Anyone who tells you money can’t buy happiness never had any.”  Este fin de semana salí con todos los amigos que he hecho aquí, compré gluhwein en el mercado de navidad y compré cervezas en un pub, pagué diez euros por entrar al cine a ver la secuela de una película que no conocía, pagué el cover de un antro latino.

Y fui muy feliz.

Prometo que invertiré en mi felicidad y en mi distracción lo que me resta de tiempo, seré tan liberal como el sistema me lo permita y dejaré de hacer consideraciones inútiles acerca del clima; si no sale el sol en dos semanas o si hace frío no importa.

Invertiré el tiempo y el dinero en distracciones. Sólo destinaré el tiempo necesario para leer lo que tenga que leer y pasar mis exámenes. La inconciencia será mi guía.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Salzburgo (con fotografías para el deleite y la ilustración del lector)

 Para llegar a Salzburgo de Viena se toma un tren rápido que viaja dos horas y media. El viajero debe de estar preparado para el frío alpino si quiere disfrutar su estancia: a principios de noviembre el viento ya se mete entre los dedos y hace que el fluido mucoso de la nariz sea constante mientras camina por los jardines del palacio Mirabell.

Si el interesado está en buenas condiciones entonces qué bello, qué sublimes aparecerán todas las vistas ante sus ojos. Las imágenes de Julie Andrews corriendo al lado de las flores vendrán a su mente porque, a pesar de los pocos grados centígrados (en Europa por fortuna la temperatura y la distancia se miden igual que en México), las rosas y otras flores de varios colores, que recuerdan a las malhumoradas moradas que le hacían cara feas a Alicia en la versión original de Disney, sobreviven cual si fuera primavera.

Otras vistas, sin embargo, serán lúgubres entre la niebla y los troncos sin hojas, como todas las estatuas que grisáceas se yerguen recordando yo que sé a qué héroes griegos y a algunos animales que no existen más que ahí. Un pegaso, por ejemplo, parece estar listo para despegar de una fuente.


Pasando el río Salzach por el puente lleno de candados que sellan amores de best seller como la nueva tradición dicta, el centro está a unos pasos y su mayor atracción se concentra en la Getreidegasse. La calle donde nació Mozart es ahora un pasaje lleno de tiendas de lujo: del clasicismo al clasismo. No faltan, por supuesto, una oficial de Red Bull (porque la burbujeante bebida azul, me dicen, es austriaca) ni una de Swarowski (austriaca también).

Esta calle desemboca, si mi orientación no me falla, en la bella Catedral de muros e interiores blancos. Las clásicas estatuas que la rodean tienen una excepción: hay una que no es de mármol sino de un metal verduzco y que aparenta una figura macabra sentada y cubierta por un manto que le cubre el rostro.

Unos pasos más adelante el camino a la Fortaleza de Hohensalzburg ofrece paisajes panorámicos de Salzburgo que pueden causar en el espectador una melancolía indeseada si la niebla de otoño cubre la ciudad. Pueden despertar, también, ganas de irse a su casa, aunque su casa no sea realmente su casa sino un hogar temporal.


Así, se descubrirá a usted mismo añorando las calles de Viena, aquellas desde las cuales no se pueden ver las montañas sino muy a las orillas de la ciudad porque, como sabe, ver montañas o cerros o cualquier signo que indique la cercanía de la naturaleza lo pone a usted incómodo por la conciencia de finitud urbana. Usted no es ningún John Keats que le canta a la sleepless Eremite. Usted nació y ha vivido siempre en lugares muy poblados y feos, y el ruido de las calles lo distrae y lo hace feliz.

sábado, 2 de noviembre de 2013

México en mi mente

Patricia Trujano canta la Canción Mixteca en la celebración de día de muertos en el Museo de Etnología de Viena (donde está el penacho de Moctezuma), y al verme tan sola y triste cual hoja al viento quisiera  llorar, quisiera morir de sentimiento.

Siempre abogué por el individuo cuya cultura fuera aquella que él escogiera. Probablemente porque no pertenezco a ninguna religión me gustaba pensar en alguien que puede creer o no en algo por mera convicción (para mí ser agnóstica es un asunto de inercia, no de convicción: no fui bautizada, así que no tuve que sufrir el admirable camino del despertar de la conciencia a través del cual un ser deja de pertenecer a alguna religión).

Asimismo me gustaba pensar en el hombre como un ser libre de nacionalismos: si se ama o se está orgulloso del lugar donde se ha nacido es por alguna razón, no por el simple hecho de haber nacido en él.
Estas ideas fueron fortalecidas por las lecturas de Thomas Bernhard, salzburgués que no milita en las filas de la ciega admiración a un lugar sólo por haber nacido en él. Mi desprecio por la doble moral poblana y por su frivolidad se identificaron con las ideas del escritor austriaco después de leer su (supuesta) autobiografía.

Sin embargo mis orgullosas ideas se amedrentan cuando voy por una calle de Viena y veo a una chica que viene hacia mí con una playera que tiene la cara de Frida Kahlo.  Es inevitable: yo nací en un lugar. 
Si soy quien soy no es por mera  autodefinición, sino por una serie de circunstancias totalmente casuales que me llevaron a crecer y conocer un país. No sentiré más vergüenza por conmoverme cuando escucho una canción mexicana o por añorar el clima de mi ciudad.

Esta noche platiqué con una chica alemana: sus padres son alemanes y ella nació ahí, pero vivió en México seis años desde los dieciséis. Ahora estudia en Viena pero quiere volver al DF porque ella está segura de que es mexicana y dice que no aguanta estar aquí.

Yo soy mexicana, no tengo que pensarlo, no tengo que esforzarme por amar ese país porque nací en él. Nunca fui tan feliz como la noche que corrí de la mano de Rodrigo y al lado de muchísimos jóvenes más hacia las instalaciones de Televisa Chapultepec para gritar consignas de repudio a los medios de comunicación antidemocráticos.

Porque estábamos enojados y porque sabíamos y sabemos que México está jodido y que no podemos hacer que las cosas cambien sólo con una marcha, pero también sabíamos que no queríamos quedarnos sentados.
Esa incomodidad de vivir por estar en un lugar que no funciona bien, hace que todo el movimiento sea distinto en mi país.

Viena es un sueño y me gusta vivirlo. Las hojas de verdad se caen aquí en el otoño, tengo tiempo para caminar.  Salgo de la universidad y tomo el camión 13A, que va por calles llenas de negocios interesantes y por las que algún día me gustaría pasar a pie. Me estoy acostumbrando al frío y hasta pienso que puedo pasar el invierno sin enfermarme.

El próximo año voy a estar en la ciudad más poblada del mundo otra vez, tapándome sólo con un suéter y caminando junto a mi novio mientras veo las ofrendas de las Islas de Ciudad Universitaria.

martes, 29 de octubre de 2013

Una íntima tristeza reaccionaria

El paisaje es muy claro. Todas las expectativas de lo europeo se cumplen en el palacio de Schönbrunn. No habrá más belleza posible, lo dicen las vistas panorámicas. “Buckingham is nothing, it´s like a huge castle without any decorations on it. These places are much more beautiful” dice una amiga inglesa.

Todo el esplendor gótico, barroco y art noveau está aquí.  Caminar sabiendo que eventualmente se verá algo magnífico. No sólo lo clásico, hay arte urbano. Hay todo. Saber que tienes que estar encantado porque es hermoso. “Mira qué precioso”, diría mi abuela. Y sí, reconocerlo porque es evidente, porque tanta belleza no se puede esconder. Además el contraste entre dos continentes es inmenso:

Las calles están limpias, los señalamientos tienen otra estética, los domingos las tiendas están cerradas, las banquetas son anchas,  el drenaje funciona, el agua de la llave se puede beber, los coches son de otras marcas, la gente tiene otros rasgos.

Acaso eso es más impresionante que los monumentos: conocer otra cotidianidad posible.  Poder comprar otros productos en el supermercado, escuchar otro idioma todo el tiempo, ir a correr todos los días por los jardines que fueron de Sissi, no estar nunca apretado en el metro, probar postres finos, ver uniformidad en la arquitectura de los edificios.

Estar seguro de que en este momento no abarcas nada, no asimilas lo que contemplas en ningún momento. Que los paisajes y las cúpulas y las tardes con nuevos amigos son, reconociéndolo racionalmente, una fortuna.

Pero no poder sentirlo así porque tampoco cuando estuviste en tu país te diste cuenta de lo que era salir de clases e ir a tomar un café al Jarocho con tu novio, estar acostada un fin de semana en Puebla mientras nadie hacía nada pero todos estaban en la casa, caminar por el campus de la universidad para ir a la librería, ir a comer con tu papá y tu hermano los domingos o comer enchiladas verdes sola en una fonda.

Estuve consciente de que era feliz en esos momentos, pero la mirada en retrospectiva me lo recuerda y me hace entenderlo. La añoranza que tengo ahora me dice que cuando vuelva voy a extrañar este lugar y todas sus vistas. Sólo entonces, cuando anhele ver el Stephansdome  o la fachada de la Universidad de Viena de nuevo, sabré lo bella bellísima que es esta ciudad y me dará una “íntima tristeza reaccionaria”.

jueves, 24 de octubre de 2013

Dos sueños espantosos (incluye soundtrack)

 1.   Estoy en el estudio del escritor con el que trabajé durante un año voluntariamente y le explico que necesito un favor: quiero ganar un premio literario. Me dice que hará algunos arreglos. Recibo una llamada para avisarme que gané el Premio Nacional de Literatura. Llego a la premiación y el público está sentado a ambos lados del foro, como en graduación o boda. De un lado están los críticos del estado, que aplauden mi obra dando argumentos que sé que son falsos y del otro los críticos que la destruyen. Uno me pregunta irónicamente algo como “¿y cómo se te ocurrió rimar día con melodía?”  Subo muy avergonzada a recibir mi premio y no sé qué decir, sólo balbuceo algunas palabras sobre la importancia de escribir.

2.  Empiezo a trabajar en alguna tienda donde los empleados buscan los productos para los clientes en computadoras que contienen el inventario; cada vendedor tiene la suya. Un día busco en la computadora de un compañero y cuando la prendo está llena de fotos de mí, fotos que yo no tomé pero en las que aparezco en mi cuarto, en la cocina, en la casa de mi abuela.  Hay un video de mí hecho con recortes de imágenes donde parezco estar poseída. Me asusto y me voy a mi casa. Antes de llegar veo en la calle paralela al dueño de la computadora. Está adentro de un Volkswagen blanco. Me asomo y su coche está tapizado de fotos de mí desnuda; también tiene pantallas monitoreando mi casa. Le pido que se baje del carro. Está desnudo y yo sólo tengo una bata puesta. Empiezo a patearlo y él se deja rodar por la calle. Parece una fotografía de Lachapelle porque yo llevo tacones de aguja y la gente nos mira pasar.  Me voy a mi casa; momentos después vuelvo a caminar por esa calle y veo que el acosador ha sido asesinado con unas banderillas de las que se usan en las corridas de toros. Al lado hay un rebozo (el mismo que me traje a Viena para regalárselo a alguien eventualmente) lleno de sangre. Volteo y veo que mi novio está ahí también, viéndolo con temor.  “Si dejaron el rebozo ensangrentado entonces son los sicarios”, dice. En ese momento sólo se me ocurre pensar que mi vida ha recibido una maldición y que probablemente esté a punto de vivir lo mismo que la muchacha a la que violaron en Guanajuato. Me quedo esperando a que lleguen los reporteros.

Estos fueron mis sueños las dos últimas noches. Dado que estoy en Viena pienso que debo hacer un análisis freudiano. Por supuesto no podré porque nunca, lo confieso sin temor, he leído a Freud. 

Anoche, sin embargo, después de despertar sudando del sueño número dos, me quedé pensando en los motivos de esta proyección porque, si bien muchas veces sueño cosas extrañas, nunca me había sentido moralmente mal, como si estuviera fallando en algo. Mi subconsciente nunca había sido tan explícito.

Llevo ya más de un mes en Viena y siento que estoy durmiendo.  No entiendo qué se supone que haga. Me encuentro bien pero tengo la impresión de que los demás (no sé quiénes demás por lo que tal vez sea yo misma) quieren que haga más cosas.

Porque el concepto de irse para mí está en abandonarse a sí mismo, en dejarse perder por el lugar y no tener miedo. No estoy segura pero creo que estoy aterrada.  Aterrada porque tengo miedo y porque estoy como enterrada en otro lugar.

En vez de estar abierta y asombrada estoy cada vez más confundida y decepcionada de mí misma; espero el momento en que se jale el gatillo y todo se me revele: a esto viniste.

Un amigo me pregunta cada vez que lo veo si ya me acosté con alguien, una amiga si ya me enamoré. No, ninguna de las dos, pero ayer se me acercó un hombre en la calle para invitarme a salir y yo huí despavorida. ¿Estoy cerrada a mis impulsos? El sexo es una de las máximas expresiones de la pasión y un aliciente al viajar. Mis amigos esperan que regrese con anécdotas groseras, primerinmunidstas.

Me gusta escribir pero siempre he sido una cobarde que no lo acepta por temor y flojera.  He leído tres novelas desde que llegué.  En una de ellas, A Portait of the Artist as a Young Man, Stephen Dedalius es un confundido que al final entiende que el mundo se le embellece no por sí mismo sino a través de la poesía.  Entonces va por las calles caminando y recitando cual alma en júbilo.

Yo no hago nada; camino y me pierdo y no hablo casi con nadie, y a veces voy a las tiendas y no me compro nada. Pero no estoy triste, sólo estoy en pausa.


Me gustan también mis clases, siempre me ha gustado ir a la escuela; no soy tan intensa como para ser anti academicista ni tan disciplinada como para ser académica. Leo las novelas que tengo que leer y me angustio o me extasío y punto, ninguna hipótesis que redactar.

Voy a regresar a México y no sé ni siquiera sobre qué quiero escribir mi tesis. Me parece a veces hasta irrelevante. El problema es que ahora estoy en Viena y estoy aquí porque la UNAM me dio una beca y cuando entré a la UNAM pensé que tenía un compromiso con mi país.

Pero últimamente me ha surgido la idea de que como todo se me volvió un revoltijo aunque en alguna época estuve muy segura de que quería ser editora, mejor me voy a estudiar una maestría al extranjero también.

Porque aunque no esté cumpliendo con mis expectativas ni con las de nadie al estar aquí, estoy bien y ya me fui. Y no puedo verme de vuelta sentada en un salón de la Facultad de Filosofía y Letras y pensando en los días en que estuve en Viena. Quiero y voy a regresar, pero no soporto la idea de mirar hacia atrás una vez que haya vuelto. 

jueves, 10 de octubre de 2013

El tiempo y el espacio (para el ocio)

El tiempo en esta ciudad pasa de manera diferente. A casi un mes de vivir aquí, me doy cuenta de que hay circunstancias que provocan una voluntad e inconsciencia de recreación.

No tardarás nunca más de 45 minutos en llegar a algún lugar en Viena. El sistema de transporte funciona perfectamente bien, el metro tiene un cronómetro que te indica cuántos minutos faltan para que pase el siguiente tren.

Nada tarda más de seis minutos (a lo mucho) en pasar, a menos que sea un sábado a las dos de mañana, en cuyo caso  tal vez tengas que esperar quince minutos para que pase el próximo metro, pero pasará.
Los viernes y los sábados puedes salir a donde quieras y regresar a la hora que te plazca en transporte público sin preocupación alguna por tu integridad.

“Si estuviéramos en México, ya me hubieran inmovilizado y las hubieran violado a todas ustedes”  dice Alejandro, uno de los tres mexicanos que conozco aquí, al pasar por un callejón oscuro y lleno de grafitis con cuatro mujeres a las tres de la mañana.

Los horarios de oficina son una extrañeza: no existen. Quiero decir, cada edificio tiene horarios distintos.  Sospeché esto desde México; la Embajada de Austria sólo está abierta de 9:00 a 12:00. Ése es el mismo horario de la oficina que administra el edificio donde vivo, sólo que no abre los martes. Tampoco abre un día a la semana la oficina de intercambios de la Universidad de Viena, que sí está abierta en las tardes pero no todas.

Las personas no salen de trabajar más tarde de las 16:00 o 18:00 y, sospecho, no trabajan ocho horas diarias.  Con este tiempo libre es claro que Viena es una ciudad mundialmente conocida por sus cafés (que siempre están llenos).

Los supermercados son pequeños y no caminarás más de dos cuadras para encontrar uno. Nunca he visto en la caja a nadie pagando más de quince productos. O sea, la gente tiene tiempo para ir al súper más de dos veces a la semana. Los fines de semana la salida familiar no consiste en ir a hacer las compras, como en México. 

Inscribí mis materias del semestre. Sólo iré a la universidad martes, miércoles y jueves. Está bien tener tanto tiempo libre porque podré gastarlo en comer Schnitzels (milanesas) y Sachertortes (pasteles de chocolate) en cualquier cafetería mientras intento entender las quince novelas del modernismo británico que tengo que leer para este semestre.

Eso antes de que el frío se manifieste en su máxima expresión y me encierre con las introspecciones modernas en mi cuarto. 

martes, 1 de octubre de 2013

Je ne regrette rien

La nostalgia me inunda en las noches. He soñado  varias veces que regreso a mi casa en Puebla a recoger algo que se me había olvidado. Me da tristeza despertar y darme cuenta de que no estuve ahí.

Durante el día estoy bien, no completa pero bien. Nunca pensé extrañar tanto a mi tribu. Extraño a mi familia, extraño a mi novio, extraño a mis amigos, extraño a mi perra. Vi a una chica platicando con su abuela (probablemente) en el metro y me dieron ganas de platicar con la mía.

Empiezo, sin embargo, a querer a esta ciudad. Ayer fui a un tour en el edificio principal de mi universidad. La Universidad de Viena se fundó en 1365 y ha tenido una larga historia de científicos y psicólogos destacados, y un histórico parteaguas durante el gobierno nacionalsocialista (en el cual hubo una gran cantidad de alumnos y maestros deportados) y otro a finales del siglo XIX, cuando las mujeres finalmente pudieron estudiar ahí.

Conocí a Daniela, nació en Tel Aviv pero vive en Moscú desde los cuatro años. Estudia Estudios israelíes y algo más, no entiendo en realidad muy bien qué.  Hablamos en inglés pero ella tiene un acento ídem que a veces no entiendo.  Ha resultado ser una gran compañía, hoy compramos boletos para la ópera en doce euros con una promoción para estudiantes, la próxima semana veremos El barbero de Sevilla.

No me arrepiento de haber venido, aunque he pensado que no es necesario irse siempre, tener esa inquietud de abandono y de libertad. O tal vez sí, para darse cuenta una vez ido de que igual no era necesario, tal vez me podría haber quedado donde estaba.

Mi roomie llegó ayer. Yo ya no quería que llegara porque me encontraba bastante cómoda pagando un cuarto doble y viviendo sola, además ya se me quitó la sensación de soledad (que no de saudade) que tenía cuando llegué, he hecho algunos amigos, o conocidos.

Es de República Checa y no habla inglés, así que nuestra comunicación es escasa. Intuyo que es una chica agradable. Estudia Estudios checos o algo así, tampoco le entendí. Ya me había comido su galleta de bienvenida. Creo que se llama “Lenka”.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Salutación

El sábado fui al Naschmarkt por primera vez. Es el mercado más grande de la ciudad. Caminar por un mercado de Viena es como entrar a una tienda gourmet en el DF: las pescaderías, la charcutería, las dulcerías, todo está en vitrinas. 

Yo sólo planeaba comprar carne y verduras pero unos turcos me embelesaron con sus manos desde un puesto lleno de confites diciendo: ven, ven, y yo les dije no, y ellos dijeron por qué no, y pensé que sí, que debía ir y fui; me dieron los frutos secos más suaves y dulces que he probado. El dulzor era diferente a cualquier manzana navideña que haya comido antes. 

Un alegre joven pasea en bicicleta al lado del Naschmarkt. Tan alegre que sonríe gustoso para la foto.
Compré gajos de naranjas, cuadritos de coco, manzanas con canela y unos pequeños chocolates crocantes que en el letrero decían "tiramisú". Ah, qué delicia, no me duraron ni tres días y pagué diez euros por ellos... pero quién no pagaría por una mordida de las Mil y una noches.

Después pasé por una panadería y decidí comprar un pan muy grande de aspecto medieval para probarlo. Resultó ser una delicia también, era negro y con nueces en la parte de abajo (como no hablo alemán en vez de preguntar qué tiene el pan debo observar la vitrina quince minutos y adivinar cuál es el más rico). 

Ayer volví a pasar por el Naschmarkt sin querer. No es que no quisiera ir, es que llegué en una caminata experimental como la que cualquier turista con un poco de tiempo libre y voluntad de solazamiento debería tener. No todos los puestos estaban abiertos, así que más bien le puse atención a la calle. 

Hay un verso de Germán List Arzubide que dice: "mis pasos inauguran ciudades". Yo estaba contenta sólo por estar en una calle tan bonita, a cada paso inauguraba mi salutación a Viena.


Uno de los edificios que rodean el mercado. Observen el detalle de la estatua alerta y gritona.

lunes, 23 de septiembre de 2013

(No) quiero ir al antro

Se supone que los estudiantes de intercambio seamos miserables. Si no durante toda nuestra estancia, sí por lo menos las primeras semanas.
La soledad y el shock cultural se encargan de eso, por nuestra parte sólo deberíamos hibernar y, ocasionalmente, hacer el papel de turista y de estudiante.

Sin embargo, en algún punto las universidades se dieron cuenta de que este sufrimiento era insostenible y empezaron a crear programas de socialización para extranjeros.
Por ejemplo, en todo Europa, Erasmus se encarga de sacar a pasear a los nuevos chicos de intercambio para que se conozcan entre ellos y no estén totalmente solos.

En Viena, ciudad llena de "clubes" debido a su considerable cantidad de estudiantes universitarios, cada día de la semana hay un descuento distinto para un antro mostrando tu credencial de la red de Erasmus: Lunes- Ride Club, Martes- Loco Bar, Miércoles- Ottakringer Brewery, y demás.

Es una causa muy noble, realmente no sólo organizan este tipo de fiestas, también hay visitas al Parlamento o a ciudades o países cercanos. Pero esto no importa, porque a estos viajes pueden ir o no ir; a donde todos los estudiantes sí van es al antro.

Me encuentro ahora en un dilema porque no me gusta ir al antro.

En la reunión de la UNAM que tuvimos antes de irnos, el representante de la Secretaría de Relaciones Exteriores nos dijo que no hiciéramos nada en el país al que fuéramos que no hiciéramos en México: no esquiar, no subirse a la moto, no subirse a la tirolesa (término que por cierto debe venir de Tyrol, una región alpina de Austria).

A pesar de que esta advertencia se enfocaba en nuestra seguridad, no puedo evitar hacerla extensiva a las actividades cotidianas: si nunca voy al antro (jamás), ¿por qué en Viena voy a ir?
La solución, desafortunadamente, no es tan sencilla como decir "¡Pues ya está, no voy y punto!"
Mi dilema se debe a que, por lo que he observado durante esta semana con respecto al comportamiento del edificio en el que vivo, todos se conocen ahí.

Fui, claro que fui. Mi segunda noche, en mi desesperación por conocer gente, salí al pasillo para que me invitaran. A donde fuera.

El resultado es que llego, me paro y sonrío y cuando veo que alguien empieza a bailar yo también lo hago. Bailar sí me gusta, pero en otros contextos, en otros contextos.
Todos están tan alegres, y su felicidad parece consistir en estar ahí, bebiendo. No me siento cómoda porque sospecho que irradio torpeza: no sé qué decir, no sé cómo actuar, no sé con quién platicar.
Mientras, todas las gringas gritan "¡Woooooo!". Saben lo que hacen.

Lo único que hago es preguntarle a la gente qué estudia, pero intuyo que es una pregunta aburrida ya que todos contestan "business" o, en su defecto, "economy", "finance", something about money, money, money.
Probablemente con unas cervezas de más estaría en el humor indicado pero, por lo pronto, no pienso gastar mi money en cervezas en el antro.

martes, 17 de septiembre de 2013

Ciudad amable y nublada

He llegado a Viena.

El silencio de la ciudad me tiene atónita. Nadie toca el claxon. Todos dan el paso. Todos son amables, tanto que me hacen sentir incómoda, como una imbécil que no habla alemán y tiene que balbucear para pedir un adaptador de corriente, pero a la que todos le tienen paciencia. Algunas personas, en su gran amabilidad, incluso balbucean el inglés: no te dejan morir solo.

Es decir, hasta ahora la idiosincrasia citadina me recibe muy bien, pero yo no a ella. Tal vez porque no me recibo bien a mí misma. Pienso que tal vez no soy apta, no estoy lista para esto. Y después pienso que debo estarlo.

Está nublado y me caen gotitas cuando camino. Abro mi paraguas para taparme de la brisa y se voltea porque el viento sí es fuerte.

Entro a mi cuarto, equipado para dos pero sólo estoy yo. Es increíble, la hospitalidad vienesa: en el escritorio hay dos  Manner, la galleta típica austriaca, junto a dos folletos de la casa en la que me hospedo (un paquete para mi inexistente compañero de cuarto y otro para mí). Incluso hay un rollo de papel de baño para cada quién.

Tiene un balcón. Siempre quise un balcón. Da a una calle bonita cuyo nombre no alcanzo a leer desde aquí, pero no es la misma por la que se entra al edificio.   Del lado derecho se ve un edificio color… ¿amarillo? y del izquierdo otro que está en remodelación, así que sólo se ven andamios. Si me asomo los albañiles que lo están arreglando me chiflan. Aquí también chiflan los albañiles, y chiflan igual.


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Ya oscureció. Hace rato pensé que eran las siete y era la una, mi reloj no se actualizó porque no lo he conectado a internet. Está tan nublado que quién sabe.

Salí al pasillo para buscar a alguien, cualquiera, a quien preguntarle si el agua de la llave es potable. Me doy cuenta de que no sé decir "grifo" en inglés. No importa, todos son amables. En realidad no me importaba si el agua era potable porque ya llevaba cinco vasos bebidos.

Ya quiero que llegue mi roomie.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Adiós por un tiempo

Llegué a la Ciudad de México hace más de cuatro años para estudiar la licenciatura.
Hace tres y medio conocí a Rodrigo.

Mi amor por la ciudad más poblada del mundo se debe en parte al hombre que al principio era para mí un compañero de fiestas: Rodrigo me llevaba a lugares que yo quería y esperaba conocer.

La segunda vez que nos vimos fuimos al Patrick Miller, una "disco" (no le podría llamar de otra forma) en la colonia Roma que parece bodega y donde gente extraña y entrenada o gente borracha y valiente baila en el centro de un círculo, rodeada de gente normal o sobria fascinada por ver a los danzantes moverse al ritmo de high energy de los ochenta. 

Después de esa noche ser su novia fue una cuestión de inercia.

Con el paso del tiempo los dos nos enamoramos y, en mis condiciones de estudiante foránea vivesola, incluso llegamos a formar una suerte de familia.


Así, Rodrigo como mi legítimo esposo, me recogía en la Facultad de Filosofía y Letras tres de cinco tardes a la semana y vivíamos una rutina entrañable y cada vez más comprometida. Mi parte del acuerdo era enojarme por lo menos una vez a la semana por alguna vaguedad, porque él jamás habría hecho algo para disgustarme realmente, y entonces él debía decirme que no me entendía, que por qué me portaba así, que yo sabía que me amaba y así, repetir el conjuro hasta que la dama se contentara.

Con este amor de loca juventud, como canta Buena VistaSocial Club, Roy (así le decimos todos) y yo vivimos hasta hace tres meses en un delirio amoroso con interrupciones dos veces al mes por mis visitas a Puebla.

El final de nuestro idilio salvaje, como recita José Othón, se debió a mi intercambio a Viena: no tenía sentido seguir pagando una renta en el DF si yo no iba a estar yendo a clases sino esperando el momento de viajar.

Llevo ya varias semanas viviendo en Puebla y, por supuesto, he visto a Rodrigo en sus afortunadas visitas a mi casa y las mías a la suya. Pero la plenitud de vivir una vida de costumbre amorosa no se compara con unos cuantos besos, amoríos apresurados y apretones de manos abajo de la mesa mientras comemos chiles en nogada en la casa de mi abuela.

Hoy regresé del último fin de semana que pasaremos juntos antes de mi viaje y, aunque no me he ido aún, lo extraño desde que me mudé con mi mamá otra vez.



martes, 3 de septiembre de 2013

Burocracia y amortiguadores

Escribo desde mi penúltima semana de espera antes de irme. Con ésta ya van tres meses.

El saldo: más de treinta películas vistas y aproximadamente cien horas pasadas en cama mientras hay sol en la ventana, los cinco libros autobiográficos de Thomas Bernhard leídos, además de tomar un curso de alemán nivel A1/1 (lo suficiente para decir Ich bin Valeria, Ich habe hunger: Soy Valeria, tengo hambre).

Debo enumerar también los muchos momentos de hastío pasados en diversas oficinas, a saber: Santander, Embajada de Viena, Embajada de Canadá, Dirección de Internacionalización de la UNAM, etcétera.

"Y eso que es para algo que quieres, imagínate que fuera porque tienes que pagar algo", me dice mi papá.
Entre más años de vida, más expertise burocrática.

Uno de mis trámites fue pedir una visa de tránsito para pasar impunemente por el aeropuerto de Toronto y transbordar al vuelo que me deje en Viena. Lo barato sale caro, dicen, porque cuando me entregaron la visa, ésta sólo tenía vigencia hasta el 17 de enero. Yo regreso el 4 de febrero. Entraré, pues, a la aduana con un poco de nervio porque mis documentos no cumplen con los requisitos. "Todo sea por vivir la experiencia internacional", me dice mi mamá.

Por lo menos ya tengo mi maleta lista. Mi madre, previsora, me dijo que la hiciera ayer. Pasé toda la mañana metiendo pantalones diligentemente doblados y botellas de shampoo envueltas en bolsas de regalo de la Gandhi. Cuando llegó en la noche y la vio, me llamó "principiante", la deshizo (toda) y la volvió a hacer, creando, en sus palabras, "amortiguadores": "Lo que buscamos es crear amortiguadores para que las cosas que se pueden romper vayan entre la ropa".

El caso es que está todo listo, y entre más pasa el tiempo y menos falta para irme me pongo más nerviosa pensando en todo lo que podría salir mal, qué tal que me detienen en el aeropuerto por llevar tantos rollos de papel de baño en la maleta, mi mamá los metió para crear amortiguadores.


jueves, 29 de agosto de 2013

Fue Viena

-En Viena nunca hay tránsito como aquí.
-¿Ah, no? ¿Y por qué?
-Verás, Val, hay una pulsión que incita a los ciudadanos al suicidio.

-¿A dónde te vas?
-A Viena.
-Ah, qué bien, ¿y por qué Italia?

-¿A dónde te vas?
-A Viena.
-¡Ah, Viena! Es una ciudad muy bella,  llena de edificios blancos, pero a veces se llena de niebla y ya no se pueden ver.

Me voy a Viena.

No tengo (o tenía) ningún interés particular por la capital de Austria. Ni siquiera hablo alemán.
Mi mamá quería, desde que entré a la licenciatura, que me fuera de intercambio.
Me pregunto si las cosas que hago son porque la inquietud está en mí, verdaderamente, o porque es una inquietud de mis padres que yo cumplo, en automático, y a tal punto que siento que son mis propias ganas.

Yo también soy optimista, soy una mujer muy risueña. A veces llego a algún lugar bonito y no dejo de sonreír, con la boca completamente abierta, hasta que me doy cuenta de que nadie más sonríe, todos mantienen el statu quo, y entonces cierro los labios.

Pero a mí me gusta estar en mi casa, ver películas, leer, perder el tiempo, o sólo dormir.
También me gusta salir, aunque requiero de cierto esfuerzo mental, de una labor de autoconvencimiento para ir. Una vez afuera, estoy bien. Ni siquiera me gusta bañarme, pero eso lo descubrí hace poco.
Pienso que mi vanidad es en gran parte lo que me anima a salir. Alguna vez leí o vi en alguna película una escena en la que alguien le decía a una joven que las mujeres sólo salen para que las vean, no para ver.

Lo que quiero decir es que sí, que me voy a Viena. Cuando metí los papeles para mi solicitud de intercambio pedí, en ese orden, las siguientes universidades: King´s College, Universidad de Viena, Universidad de  Toronto, Universidad de Burgos, y me gustaría decirles la última, pero no la recuerdo.

La primera opción la pedí porque hablo bien inglés y porque, pues, quién no quiere estudiar en  Londres. Es una de las ciudades que se escuchan: París, Londres, Berlín, Tokio, Madrid... y quién sabe qué sean de verdad, pero se escuchan.

Y Viena, Viena fue mi segunda opción porque mi amigo Juan Carlos Tarriba me la sugirió. Más que sugerir, me dijo con su tono de amistad impositiva que me fuera ahí. Mi amigo, el germanófilo culto que ya había estudiado un par de cursos ahí, debía tener razón.

Cuando le presenté a mi coordinadora de la licenciatura las universidades que había escogido, me dijo que pidiera en primer lugar la Universidad de Viena "porque yo creo que ahí le van a enseñar cosas que en ningún otro lado las puede usted aprender". Y no, metí King´s College, pero fue Viena.