miércoles, 25 de diciembre de 2013

Praga

Hay tres puentes paralelos en Praga que dividen la ciudad nueva de la antigua, cada uno más moderno: el primero es el Puente de Carlos, el segundo es el que estaba en frente de nuestro hotel; el tercero nunca lo cruzamos pero parece tener una estructura completamente hecha de metal.

Toda la ciudad está llena de adoquín y de pasajes incoherentes y amontonados pero que combinan. No es como Viena, clara, espaciosa y uniforme; esta ciudad está loca y no es blanca, es naranja.

Dice en su museo que Kafka vivía en la parte antigua e iba a la escuela de la mano de la cocinera, admirado cada día por sus rumbos. Todo tiene sentido, la angustia y fascinación y el no saber pero estar en el mundo de las novelas de Kafka está en Praga. Uno sonríe a cada rato pero también parece que en algún punto los edificios se pueden caer, o que se están apretando unos a otros.

Antes de viajar, mi tía Sonia me dijo que el tío Germán List le dijo alguna vez que ella pensaba que París era la mejor ciudad del mundo porque nunca había ido a Praga; que ésa era la mejor ciudad del mundo.

Yo no sé qué vio el tío Germán, probablemente él conoció la ciudad durante las épocas checoslovacas. Aunque la dinámica de la ciudad era distinta y no estaba esa gran avenida con tiendas de diseñador, lo abrumador de sus calles no ha cambiado nunca.

Ahora la capital de Bohemia tiene además en algunos rincones obras de arte contemporáneo y de arte urbano (¿primos hermanos?) que decoran las esquinas y que aumentan la fascinación del paseante.

Hubo sol los días que estuvimos. Mi hermano y yo pudimos ver la aureola de los santos brillar desde el puente y había música, el jazz se toca en todos lados. Emiliano me hizo notar cosas que yo no veo. Él se fija en detalles y yo en monumentos. La visita de mi hermano es una fortuna, por fin siento que estoy “de viaje”.



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