Hay tres puentes paralelos en Praga que dividen la ciudad
nueva de la antigua, cada uno más moderno: el primero es el Puente de Carlos,
el segundo es el que estaba en frente de nuestro hotel; el tercero nunca lo cruzamos
pero parece tener una estructura completamente hecha de metal.
Dice en su museo que Kafka vivía en la parte antigua e iba a
la escuela de la mano de la cocinera, admirado cada día por sus rumbos. Todo
tiene sentido, la angustia y fascinación y el no saber pero estar en el mundo
de las novelas de Kafka está en Praga. Uno sonríe a cada rato pero también
parece que en algún punto los edificios se pueden caer, o que se están
apretando unos a otros.
Antes de viajar, mi tía Sonia me dijo que el tío Germán List
le dijo alguna vez que ella pensaba que París era la mejor ciudad del mundo
porque nunca había ido a Praga; que ésa era la mejor ciudad del mundo.
Yo no sé qué vio el tío Germán, probablemente él conoció la
ciudad durante las épocas checoslovacas. Aunque la dinámica de la ciudad era distinta y no estaba esa gran avenida con tiendas de
diseñador, lo abrumador de sus calles no ha cambiado nunca.
Ahora la capital de Bohemia tiene además en algunos rincones
obras de arte contemporáneo y de arte urbano (¿primos hermanos?) que decoran
las esquinas y que aumentan la fascinación del paseante.
Hubo sol los días que estuvimos. Mi hermano y yo pudimos ver
la aureola de los santos brillar desde el puente y había música, el jazz se
toca en todos lados. Emiliano me hizo notar cosas que yo no veo. Él se fija en
detalles y yo en monumentos. La visita de mi hermano es una fortuna, por fin siento
que estoy “de viaje”.
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