miércoles, 13 de noviembre de 2013

Salzburgo (con fotografías para el deleite y la ilustración del lector)

 Para llegar a Salzburgo de Viena se toma un tren rápido que viaja dos horas y media. El viajero debe de estar preparado para el frío alpino si quiere disfrutar su estancia: a principios de noviembre el viento ya se mete entre los dedos y hace que el fluido mucoso de la nariz sea constante mientras camina por los jardines del palacio Mirabell.

Si el interesado está en buenas condiciones entonces qué bello, qué sublimes aparecerán todas las vistas ante sus ojos. Las imágenes de Julie Andrews corriendo al lado de las flores vendrán a su mente porque, a pesar de los pocos grados centígrados (en Europa por fortuna la temperatura y la distancia se miden igual que en México), las rosas y otras flores de varios colores, que recuerdan a las malhumoradas moradas que le hacían cara feas a Alicia en la versión original de Disney, sobreviven cual si fuera primavera.

Otras vistas, sin embargo, serán lúgubres entre la niebla y los troncos sin hojas, como todas las estatuas que grisáceas se yerguen recordando yo que sé a qué héroes griegos y a algunos animales que no existen más que ahí. Un pegaso, por ejemplo, parece estar listo para despegar de una fuente.


Pasando el río Salzach por el puente lleno de candados que sellan amores de best seller como la nueva tradición dicta, el centro está a unos pasos y su mayor atracción se concentra en la Getreidegasse. La calle donde nació Mozart es ahora un pasaje lleno de tiendas de lujo: del clasicismo al clasismo. No faltan, por supuesto, una oficial de Red Bull (porque la burbujeante bebida azul, me dicen, es austriaca) ni una de Swarowski (austriaca también).

Esta calle desemboca, si mi orientación no me falla, en la bella Catedral de muros e interiores blancos. Las clásicas estatuas que la rodean tienen una excepción: hay una que no es de mármol sino de un metal verduzco y que aparenta una figura macabra sentada y cubierta por un manto que le cubre el rostro.

Unos pasos más adelante el camino a la Fortaleza de Hohensalzburg ofrece paisajes panorámicos de Salzburgo que pueden causar en el espectador una melancolía indeseada si la niebla de otoño cubre la ciudad. Pueden despertar, también, ganas de irse a su casa, aunque su casa no sea realmente su casa sino un hogar temporal.


Así, se descubrirá a usted mismo añorando las calles de Viena, aquellas desde las cuales no se pueden ver las montañas sino muy a las orillas de la ciudad porque, como sabe, ver montañas o cerros o cualquier signo que indique la cercanía de la naturaleza lo pone a usted incómodo por la conciencia de finitud urbana. Usted no es ningún John Keats que le canta a la sleepless Eremite. Usted nació y ha vivido siempre en lugares muy poblados y feos, y el ruido de las calles lo distrae y lo hace feliz.

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