“Salon der Angst” es una exposición temporal de arte
contemporáneo con sede en el museo Kunstahlle, un edificio que mezcla el
brutalismo arquitectónico con la estructura clásica original; hay un espejo de
cinco metros de alto con un imponente marco barroco que refleja las escaleras
de metal y el concreto donde otrora hubiera un salón recibidor. Tal vez por la
iluminación tenue del interior (que hace el contraste menos evidente),
esta combinación no es agresiva: uno
asiente sonriente mientras mira hacia el techo altísimo.
Las tres salas que conforman la exhibición fueron
suficientes para asustarme. Las
instalaciones de arte contemporáneo siempre causan un poco de miedo por el
desconcierto de hasta qué punto el espectador puede participar en la obra: si
puedo ponerme los audífonos para escuchar un videoarte y escoger a cuál de las
pantallas quiero mirar mientras en cada una de ellas la misma mujer me mira a
los ojos pero desde una diferente posición, los nervios me traicionan y me
incitan a cambiarme de pieza: mejor sólo miro cuadros.
Ese debe ser el efecto del arte contemporáneo: la
subversión. El arte es ahora una apelación a los sentidos porque no hay un
criterio estético estricto para juzgar lo que se ve. Evaluar una instalación
que opta por aprovechar el espacio, los sonidos, las texturas y la experiencia
del espectador no se puede hacer de la misma manera en la que se juzga una
pieza que atiende a un espacio físico de
dimensiones limitadas como un lienzo.
Esta es mi primera consideración del arte contemporáneo, a
propósito de que mientras veía uno de los muros de la exhibición, la piel se me
enchinó una y otra vez como no me había pasado desde hace mucho tiempo, y qué
podemos pedirle al arte sino desconcierto.
Este muro estaba lleno de collages, y sus recortes juntos
decían la verdad. Y si Keats defendió la belleza como verdad, habrá que
defender también la verdad como belleza, cual Joyce. Las imágenes estaban
compuestas por dos textos distintos: de un lado la imagen de una modelo de
revista y del otro la fotografía de alguna víctima de una tragedia civil. Así
pues, si aparecía una mujer bellísima acostada con los ojos soñadores, su cabello
pelirrojo desembocaba en la sangre corriendo de un hombre muerto en alguna
ejecución acostado junto a ella.
Es el contexto lo que importa. Por qué no, pensaba, ver
algunos de estos videos que siempre están en las exhibiciones de arte
contemporáneo en mi casa. Porque no lo vería. Estar en una sala donde una pared
proyecta la imagen de Margaret Thatcher congelada en medio de un discurso pero
donde se escucha que ella sigue hablando lo vuelve todo absurdo, porque su cara
está en una posición ridícula, con la boca abierta en una pausa que vuelve a
cualquier persona patética; es una incomodidad. Nadie querría estar ahí.
La gente probablemente no pase más de una hora admirando las
obras que una de estas exposiciones ofrece porque es molesto; ése es un logro del arte contemporáneo. Estos
videos interminables con escenas hiperrealistas proyectados en salas oscuras
que por lo general tienen una banca para que la gente se siente a verlos son
angustiosos.
Ver fotografías en blanco y negro de cementerios falsos
montados en jardines de Estados Unidos para celebrar el Halloween no causa una
franca epifanía sino duda: ¿qué es esto? ¿por qué retratar esto?
¿qué es lo que
tengo que ver? ¿qué tiene que ver aquí? Pero alguien escogió retratar justo
eso, justo ese detalle de la vida, y mientras esos barrios pobres con
esqueletos horribles en sus rejas y máscaras viejas de hombres lobo no estén en
la pared de un museo, no existen en nuestra conciencia, y así estaría mejor.
Ver una pieza tras otra de escenas que parecen no tener
sentido pero sí lo tienen, sólo que uno muy abstracto y particular que jamás
podremos aprehender porque no hay manuales para explicar la técnica de las
escenas particulares, de lo que un
artista contemporáneo escucha o ve, es entrar en duda no sólo con lo que esa
exhibición quiere decir sino con lo que uno mismo está dispuesto a ver.
Entrar en un cuarto oscuro donde se proyecta un video en el
cual un hombre y una mujer tienen relaciones sexuales de la manera más
explícita y con la grabación enfocada la mayor parte del tiempo en sus
genitales es de un pavor inconmensurable. Ése es el salón del miedo.