He llegado a Viena.
El silencio de la ciudad me tiene
atónita. Nadie toca el claxon. Todos dan el paso. Todos son amables, tanto que
me hacen sentir incómoda, como una imbécil que no habla alemán y tiene que
balbucear para pedir un adaptador de corriente,
pero a la que todos le tienen paciencia. Algunas personas, en su gran
amabilidad, incluso balbucean el inglés: no te dejan morir solo.
Es decir, hasta ahora la idiosincrasia citadina me recibe muy bien, pero yo no a ella. Tal vez porque no me recibo bien a mí misma. Pienso
que tal vez no soy apta, no estoy lista para esto. Y después pienso que debo
estarlo.
Está nublado y me caen gotitas cuando camino. Abro mi
paraguas para taparme de la brisa y se voltea porque el viento sí
es fuerte.
Entro a mi cuarto, equipado para dos pero sólo estoy yo. Es
increíble, la hospitalidad vienesa: en el escritorio hay dos Manner, la galleta típica austriaca, junto a
dos folletos de la casa en la que me hospedo (un paquete para mi inexistente
compañero de cuarto y otro para mí). Incluso hay un rollo de papel de baño para
cada quién.
Tiene un balcón. Siempre quise un balcón. Da a una calle bonita cuyo nombre no alcanzo a leer desde aquí, pero no es la misma por la que se
entra al edificio. Del lado derecho se ve un edificio color…
¿amarillo? y del izquierdo otro que está en remodelación, así que sólo se ven andamios. Si me
asomo los albañiles que lo están arreglando me chiflan. Aquí también
chiflan los albañiles, y chiflan igual.
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