martes, 17 de septiembre de 2013

Ciudad amable y nublada

He llegado a Viena.

El silencio de la ciudad me tiene atónita. Nadie toca el claxon. Todos dan el paso. Todos son amables, tanto que me hacen sentir incómoda, como una imbécil que no habla alemán y tiene que balbucear para pedir un adaptador de corriente, pero a la que todos le tienen paciencia. Algunas personas, en su gran amabilidad, incluso balbucean el inglés: no te dejan morir solo.

Es decir, hasta ahora la idiosincrasia citadina me recibe muy bien, pero yo no a ella. Tal vez porque no me recibo bien a mí misma. Pienso que tal vez no soy apta, no estoy lista para esto. Y después pienso que debo estarlo.

Está nublado y me caen gotitas cuando camino. Abro mi paraguas para taparme de la brisa y se voltea porque el viento sí es fuerte.

Entro a mi cuarto, equipado para dos pero sólo estoy yo. Es increíble, la hospitalidad vienesa: en el escritorio hay dos  Manner, la galleta típica austriaca, junto a dos folletos de la casa en la que me hospedo (un paquete para mi inexistente compañero de cuarto y otro para mí). Incluso hay un rollo de papel de baño para cada quién.

Tiene un balcón. Siempre quise un balcón. Da a una calle bonita cuyo nombre no alcanzo a leer desde aquí, pero no es la misma por la que se entra al edificio.   Del lado derecho se ve un edificio color… ¿amarillo? y del izquierdo otro que está en remodelación, así que sólo se ven andamios. Si me asomo los albañiles que lo están arreglando me chiflan. Aquí también chiflan los albañiles, y chiflan igual.


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Ya oscureció. Hace rato pensé que eran las siete y era la una, mi reloj no se actualizó porque no lo he conectado a internet. Está tan nublado que quién sabe.

Salí al pasillo para buscar a alguien, cualquiera, a quien preguntarle si el agua de la llave es potable. Me doy cuenta de que no sé decir "grifo" en inglés. No importa, todos son amables. En realidad no me importaba si el agua era potable porque ya llevaba cinco vasos bebidos.

Ya quiero que llegue mi roomie.

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