jueves, 28 de noviembre de 2013

Los mundos posibles

Ayer en clase de Lecturas Críticas la doctora Zettleman habló de una teoría literaria incipiente, extravagante y más bien chafona: la teoría de los mundos posibles.
No entendí a cabalidad de qué se trata, mi profesora tiene un estilo visceral de dar clases que hace sus explicaciones interesantes pero imprecisas.

Por las ideas que entendí, sin embargo, sospecho que esta teoría pertenece a una línea similar a la de la Recepción (además porque citó a Umberto Eco, una de las voces más concurridas cuando se quiere justificar un análisis literario no formal), donde el papel del lector está completamente involucrado en la obra literaria y en su sentido final.

 En los mundos posibles, no obstante, el lector puede hacer consideraciones con respecto a lo que hubiera pasado si la obra en vez de desenlazar de cierta manera lo hubiera hecho de otra. También puede hacer consideraciones sobre las consideraciones que los personajes podrían hacer para actuar de determinada forma en el argumento. Un desmadre, pues.

Ante tal charla no se puede hacer otra cosa más que preguntarse a sí mismo qué hubiera pasado si no hubiera venido a esta clase, o si en vez de haber estudiado náhuatl dos años hubiera estudiado alemán: ¿tendría más amigos austriacos?, o qué hubiera pasado si en vez de en invierno hubiera venido en verano, o si me hubiera ido de intercambio sin novio, o si tuviera una roomie que supiera hablar inglés, o si de plano no me hubiera ido de intercambio.

Y luego pues ya, ya es la mitad, ya sólo faltan dos meses para regresar, qué inutilidades andarse preguntando esas cosas. Mucho más inútil aun, me parece, preguntárselas con respecto a una obra literaria: ¿qué hubiera pasado si Jane Eyre no hubiera regresado para casarse la final?, ¿los críticos estarían más satisfechos? ¿O si Juan hubiera encontrado a su papá en Comala? ¿Seríamos más felices?

Pero qué manera tan inútil, bella e inevitable de pasar el tiempo: haciéndose preguntas.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Sol

Alejandro me dijo que cuando hiciera más frío las nubes se iban a condensar y el sol iba a volver a salir. Tenía razón, después de tres semanas de cuasi penumbra, hoy empezó a nevar y escribo con un rayo de luz reflejado en la pantalla de mi computadora.
Estoy fascinada, como si acabara de llegar a la ciudad.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Hedonista

Hubo una temporada cuando vivía en la casa del señor César en la que la bomba no funcionó bien, había que purgarla para que el agua subiera. Yo nunca aprendí a hacerlo porque el día que el casero nos enseñó, Rodrigo estaba ahí.  Él era el que iba a aprender, aunque no viviera ahí. Yo no.

Nunca estuve sola porque nunca quise la independencia que pude haber tenido. Cuando tomé la decisión de dejar de ir a Puebla todos los fines de semana le dije a mi mamá que era porque tenía que ahorrar dinero: cada boleto del ADO cuesta ciento cincuenta pesos. La verdad es que dejé de ir porque ahora tenía una familia también en el DF con la que podía pasar los fines de semana, la de Rodrigo.

El día que llegué a Viena fue la primera vez que estuve realmente sola y lo primero que hice fue salir a la calle a comprar el cable que necesitaba para conectar mi computadora a internet.

Llevo más de dos meses en esta ciudad y no ha pasado un día sin que deje de contar el tiempo. Estuve revisando mis finanzas y están bastante bien, mi estrategia para administrar el dinero (gastar en nada, comprar lo más barato, ser coda) ha funcionado a tal grado que estos últimos meses  podría darme el lujo de viajar a otros países o de vivir más luj[uri]osamente.

Esta mañana, mientras me bañaba, pensaba que estoy en un momento privilegiado que probablemente no volveré a vivir: estoy viviendo sola en Europa con veintidós años y sin preocupaciones de dinero.

Me resultó absurdo sentirme desdichada.  Gastaré todo mi dinero, lo gastaré. Hay una cita de Samuel L. Jackson que dice: “Anyone who tells you money can’t buy happiness never had any.”  Este fin de semana salí con todos los amigos que he hecho aquí, compré gluhwein en el mercado de navidad y compré cervezas en un pub, pagué diez euros por entrar al cine a ver la secuela de una película que no conocía, pagué el cover de un antro latino.

Y fui muy feliz.

Prometo que invertiré en mi felicidad y en mi distracción lo que me resta de tiempo, seré tan liberal como el sistema me lo permita y dejaré de hacer consideraciones inútiles acerca del clima; si no sale el sol en dos semanas o si hace frío no importa.

Invertiré el tiempo y el dinero en distracciones. Sólo destinaré el tiempo necesario para leer lo que tenga que leer y pasar mis exámenes. La inconciencia será mi guía.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Salzburgo (con fotografías para el deleite y la ilustración del lector)

 Para llegar a Salzburgo de Viena se toma un tren rápido que viaja dos horas y media. El viajero debe de estar preparado para el frío alpino si quiere disfrutar su estancia: a principios de noviembre el viento ya se mete entre los dedos y hace que el fluido mucoso de la nariz sea constante mientras camina por los jardines del palacio Mirabell.

Si el interesado está en buenas condiciones entonces qué bello, qué sublimes aparecerán todas las vistas ante sus ojos. Las imágenes de Julie Andrews corriendo al lado de las flores vendrán a su mente porque, a pesar de los pocos grados centígrados (en Europa por fortuna la temperatura y la distancia se miden igual que en México), las rosas y otras flores de varios colores, que recuerdan a las malhumoradas moradas que le hacían cara feas a Alicia en la versión original de Disney, sobreviven cual si fuera primavera.

Otras vistas, sin embargo, serán lúgubres entre la niebla y los troncos sin hojas, como todas las estatuas que grisáceas se yerguen recordando yo que sé a qué héroes griegos y a algunos animales que no existen más que ahí. Un pegaso, por ejemplo, parece estar listo para despegar de una fuente.


Pasando el río Salzach por el puente lleno de candados que sellan amores de best seller como la nueva tradición dicta, el centro está a unos pasos y su mayor atracción se concentra en la Getreidegasse. La calle donde nació Mozart es ahora un pasaje lleno de tiendas de lujo: del clasicismo al clasismo. No faltan, por supuesto, una oficial de Red Bull (porque la burbujeante bebida azul, me dicen, es austriaca) ni una de Swarowski (austriaca también).

Esta calle desemboca, si mi orientación no me falla, en la bella Catedral de muros e interiores blancos. Las clásicas estatuas que la rodean tienen una excepción: hay una que no es de mármol sino de un metal verduzco y que aparenta una figura macabra sentada y cubierta por un manto que le cubre el rostro.

Unos pasos más adelante el camino a la Fortaleza de Hohensalzburg ofrece paisajes panorámicos de Salzburgo que pueden causar en el espectador una melancolía indeseada si la niebla de otoño cubre la ciudad. Pueden despertar, también, ganas de irse a su casa, aunque su casa no sea realmente su casa sino un hogar temporal.


Así, se descubrirá a usted mismo añorando las calles de Viena, aquellas desde las cuales no se pueden ver las montañas sino muy a las orillas de la ciudad porque, como sabe, ver montañas o cerros o cualquier signo que indique la cercanía de la naturaleza lo pone a usted incómodo por la conciencia de finitud urbana. Usted no es ningún John Keats que le canta a la sleepless Eremite. Usted nació y ha vivido siempre en lugares muy poblados y feos, y el ruido de las calles lo distrae y lo hace feliz.

sábado, 2 de noviembre de 2013

México en mi mente

Patricia Trujano canta la Canción Mixteca en la celebración de día de muertos en el Museo de Etnología de Viena (donde está el penacho de Moctezuma), y al verme tan sola y triste cual hoja al viento quisiera  llorar, quisiera morir de sentimiento.

Siempre abogué por el individuo cuya cultura fuera aquella que él escogiera. Probablemente porque no pertenezco a ninguna religión me gustaba pensar en alguien que puede creer o no en algo por mera convicción (para mí ser agnóstica es un asunto de inercia, no de convicción: no fui bautizada, así que no tuve que sufrir el admirable camino del despertar de la conciencia a través del cual un ser deja de pertenecer a alguna religión).

Asimismo me gustaba pensar en el hombre como un ser libre de nacionalismos: si se ama o se está orgulloso del lugar donde se ha nacido es por alguna razón, no por el simple hecho de haber nacido en él.
Estas ideas fueron fortalecidas por las lecturas de Thomas Bernhard, salzburgués que no milita en las filas de la ciega admiración a un lugar sólo por haber nacido en él. Mi desprecio por la doble moral poblana y por su frivolidad se identificaron con las ideas del escritor austriaco después de leer su (supuesta) autobiografía.

Sin embargo mis orgullosas ideas se amedrentan cuando voy por una calle de Viena y veo a una chica que viene hacia mí con una playera que tiene la cara de Frida Kahlo.  Es inevitable: yo nací en un lugar. 
Si soy quien soy no es por mera  autodefinición, sino por una serie de circunstancias totalmente casuales que me llevaron a crecer y conocer un país. No sentiré más vergüenza por conmoverme cuando escucho una canción mexicana o por añorar el clima de mi ciudad.

Esta noche platiqué con una chica alemana: sus padres son alemanes y ella nació ahí, pero vivió en México seis años desde los dieciséis. Ahora estudia en Viena pero quiere volver al DF porque ella está segura de que es mexicana y dice que no aguanta estar aquí.

Yo soy mexicana, no tengo que pensarlo, no tengo que esforzarme por amar ese país porque nací en él. Nunca fui tan feliz como la noche que corrí de la mano de Rodrigo y al lado de muchísimos jóvenes más hacia las instalaciones de Televisa Chapultepec para gritar consignas de repudio a los medios de comunicación antidemocráticos.

Porque estábamos enojados y porque sabíamos y sabemos que México está jodido y que no podemos hacer que las cosas cambien sólo con una marcha, pero también sabíamos que no queríamos quedarnos sentados.
Esa incomodidad de vivir por estar en un lugar que no funciona bien, hace que todo el movimiento sea distinto en mi país.

Viena es un sueño y me gusta vivirlo. Las hojas de verdad se caen aquí en el otoño, tengo tiempo para caminar.  Salgo de la universidad y tomo el camión 13A, que va por calles llenas de negocios interesantes y por las que algún día me gustaría pasar a pie. Me estoy acostumbrando al frío y hasta pienso que puedo pasar el invierno sin enfermarme.

El próximo año voy a estar en la ciudad más poblada del mundo otra vez, tapándome sólo con un suéter y caminando junto a mi novio mientras veo las ofrendas de las Islas de Ciudad Universitaria.