El paisaje es muy claro. Todas las expectativas de lo
europeo se cumplen en el palacio de Schönbrunn. No habrá más belleza posible,
lo dicen las vistas panorámicas. “Buckingham is nothing, it´s like a huge
castle without any decorations on it. These places are much more beautiful”
dice una amiga inglesa.
Todo el esplendor gótico, barroco y art noveau está
aquí. Caminar sabiendo que eventualmente
se verá algo magnífico. No sólo lo clásico, hay arte urbano. Hay todo. Saber que tienes que estar encantado porque es hermoso. “Mira
qué precioso”, diría mi abuela. Y sí, reconocerlo porque es evidente, porque
tanta belleza no se puede esconder. Además el contraste entre dos continentes
es inmenso:
Las calles están limpias, los señalamientos tienen otra
estética, los domingos las tiendas están cerradas, las banquetas son
anchas, el drenaje funciona, el agua de
la llave se puede beber, los coches son de otras marcas, la gente tiene otros
rasgos.
Acaso eso es más impresionante que los monumentos: conocer otra
cotidianidad posible. Poder comprar otros
productos en el supermercado, escuchar otro idioma todo el tiempo, ir a correr
todos los días por los jardines que fueron de Sissi, no estar nunca apretado en
el metro, probar postres finos, ver uniformidad en la arquitectura de los
edificios.
Estar seguro de que en este momento no abarcas nada, no
asimilas lo que contemplas en ningún momento. Que los paisajes y las cúpulas y
las tardes con nuevos amigos son, reconociéndolo racionalmente, una fortuna.
Pero no poder sentirlo así porque tampoco cuando estuviste
en tu país te diste cuenta de lo que era salir de clases e ir a tomar un café
al Jarocho con tu novio, estar acostada un fin de semana en Puebla mientras
nadie hacía nada pero todos estaban en la casa, caminar por el campus de la
universidad para ir a la librería, ir a comer con tu papá y tu hermano los domingos o comer enchiladas verdes sola en una
fonda.
Estuve consciente de que era feliz en esos momentos, pero la mirada en retrospectiva me lo recuerda y me hace entenderlo. La añoranza que tengo ahora me dice que cuando vuelva voy a extrañar este lugar y todas sus vistas. Sólo
entonces, cuando anhele ver el Stephansdome
o la fachada de la Universidad de Viena de nuevo, sabré lo bella bellísima que es
esta ciudad y me dará una “íntima tristeza reaccionaria”.
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