Todo este tiempo pensé que en México no había tristezas. Más por idealización
voluntaria que por ingenuidad. Por decirle a todos, “Sí, qué país tan
alegre. Caluroso, grande, acogedor. Ahí
nunca hace frío, ahí todos son felices. Aunque haya una guerra civil en
Michoacán, apenas hubo una reforma energética que deshizo la expropiación del
petróleo, las protestas sean criminalizadas, tenga un índice de obesidad
altísimo, el transporte público no funcione, no haya seguridad social. Aunque
todo eso, la gente es feliz”. Y todos los que lo escuchan asienten felices
porque todos lo quieren creer, que hay un lugar en el mundo que es mejor que
éste porque ahí no se nubla el cielo y los inviernos nunca son a bajo cero,
nomás por eso.
Acabo de leer una nota en La Jornada que dice que el suicidio
“aumenta con rapidez en México”, sobre todo entre los jóvenes. Yo tenía la
excusa de querer regresar a mi país porque ahí todos son felices, y ya no.
En menos de dos semanas voy a volver y otra vez no voy a
poder salir a la calle sola a la hora que yo quiera. Aun así, estoy contando
los días para ver a mi familia.
Hoy entré a una tienda y la vendedora se dio cuenta de que
yo hablo español, entonces empezó a platicar conmigo. Me dijo que era de
Colombia y que tenía dieciséis años viviendo en Viena. Cuando le dije que
regreso a México en dos semanas me dijo sin pensarlo: "¡Ay, llévame contigo!" Y
ya después me dijo sin decirlo que no era feliz aquí.
Los últimos dos meses he recorrido los museos más
importantes de la ciudad. He visto obras de Caravaggio, Brueghel, Cellini,
Parmiginiano, Velázquez, Raphael, Canaletto, Matisse, Picasso, Monet, Manet,
Renoir, Klimt, Schiele. Sería una piedra si dijera que mi sensibilidad no se ha
desarrollado. A esto tenía que venir, creo, a aprender que la piel se eriza
cuando ves un cuadro de Durero en vivo, que la técnica y el color del renacimiento
pictórico han sido la máxima cumbre de la belleza que ha logrado ser
representada en la historia del hombre.Y que aun así el arte debe seguir, porque aunque el trazo se
engrose y el rostro pierda la proporción, la expresión es inescapable
hasta en un cuadro de Kandinsky.
Aprendí también que en mi carrera no hay competencia, porque
ir a la universidad en Austria es lo lógico, es lo que le sigue a la preparatoria,
porque todos entran, todos acaban, y todos trabajan. Sé que si expongo un tema no me debo de
preocupar porque ningún compañero va a hacerme preguntas para ponerme en
evidencia, nadie necesita que el profesor lo vea o lo “jale” a algún proyecto.
Tampoco me va a hablar ningún austriaco nunca en la calle si
no tiene la necesidad de hacerlo, ni tampoco en el salón. No sé por qué.
Estoy llena de cosas que han pasado y que he visto y que he
sentido. Para este semestre tuve que leer más de veinte novelas y de pronto ya
las acabé y ya tengo que escribir sobre ellas y estudiar para mis exámenes.
En una de mis últimas clases, el profesor hablaba de los
Travelogues, y de que un viajero nunca puede escribir la verdad de un viaje si
escribe sobre él años después; que Goethe nunca pudo haber escrito lo que vio en Italia
si escribó Italianische Reise más de diez años después de haber ido.
La verdad de un viaje no se puede escribir. Escribo desde mi
penútlima semana, estando todavía aquí, ¿y cuándo es el momento indicado para
escribir la verdad de lo que viví aquí? Tal vez al mes de haber vuelto, o al
año, o nunca.