viernes, 17 de enero de 2014

Adiós, Viena

Todo este tiempo pensé que en México no había tristezas. Más por idealización voluntaria que por ingenuidad. Por decirle a todos, “Sí, qué país tan alegre.  Caluroso, grande, acogedor. Ahí nunca hace frío, ahí todos son felices. Aunque haya una guerra civil en Michoacán, apenas hubo una reforma energética que deshizo la expropiación del petróleo, las protestas sean criminalizadas, tenga un índice de obesidad altísimo, el transporte público no funcione, no haya seguridad social. Aunque todo eso, la gente es feliz”. Y todos los que lo escuchan asienten felices porque todos lo quieren creer, que hay un lugar en el mundo que es mejor que éste porque ahí no se nubla el cielo y los inviernos nunca son a bajo cero, nomás por eso.

Acabo de leer una nota en La Jornada que dice que el suicidio “aumenta con rapidez en México”, sobre todo entre los jóvenes. Yo tenía la excusa de querer regresar a mi país porque ahí todos son felices, y ya no.
En menos de dos semanas voy a volver y otra vez no voy a poder salir a la calle sola a la hora que yo quiera. Aun así, estoy contando los días para ver a mi familia.

Hoy entré a una tienda y la vendedora se dio cuenta de que yo hablo español, entonces empezó a platicar conmigo. Me dijo que era de Colombia y que tenía dieciséis años viviendo en Viena. Cuando le dije que regreso a México en dos semanas me dijo sin pensarlo: "¡Ay, llévame contigo!" Y ya después me dijo sin decirlo que no era feliz aquí.

Los últimos dos meses he recorrido los museos más importantes de la ciudad. He visto obras de Caravaggio, Brueghel, Cellini, Parmiginiano, Velázquez, Raphael, Canaletto, Matisse, Picasso, Monet, Manet, Renoir, Klimt, Schiele. Sería una piedra si dijera que mi sensibilidad no se ha desarrollado. A esto tenía que venir, creo, a aprender que la piel se eriza cuando ves un cuadro de Durero en vivo, que la técnica y el color del renacimiento pictórico han sido la máxima cumbre de la belleza que ha logrado ser representada en la historia del hombre.Y que aun así el arte debe seguir, porque aunque el trazo se engrose y el rostro pierda la proporción, la expresión es inescapable hasta en un cuadro de Kandinsky.

Aprendí también que en mi carrera no hay competencia, porque ir a la universidad en Austria es lo lógico, es lo que le sigue a la preparatoria, porque todos entran, todos acaban, y todos trabajan.  Sé que si expongo un tema no me debo de preocupar porque ningún compañero va a hacerme preguntas para ponerme en evidencia, nadie necesita que el profesor lo vea o lo “jale” a algún proyecto.

Tampoco me va a hablar ningún austriaco nunca en la calle si no tiene la necesidad de hacerlo, ni tampoco en el salón. No sé por qué.

Estoy llena de cosas que han pasado y que he visto y que he sentido. Para este semestre tuve que leer más de veinte novelas y de pronto ya las acabé y ya tengo que escribir sobre ellas y estudiar para mis exámenes.
En una de mis últimas clases, el profesor hablaba de los Travelogues, y de que un viajero nunca puede escribir la verdad de un viaje si escribe sobre él años después; que Goethe nunca pudo haber escrito lo que vio en Italia si escribó Italianische Reise más de diez años después de haber ido.

La verdad de un viaje no se puede escribir. Escribo desde mi penútlima semana, estando todavía aquí, ¿y cuándo es el momento indicado para escribir la verdad de lo que viví aquí? Tal vez al mes de haber vuelto, o al año, o nunca.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Praga

Hay tres puentes paralelos en Praga que dividen la ciudad nueva de la antigua, cada uno más moderno: el primero es el Puente de Carlos, el segundo es el que estaba en frente de nuestro hotel; el tercero nunca lo cruzamos pero parece tener una estructura completamente hecha de metal.

Toda la ciudad está llena de adoquín y de pasajes incoherentes y amontonados pero que combinan. No es como Viena, clara, espaciosa y uniforme; esta ciudad está loca y no es blanca, es naranja.

Dice en su museo que Kafka vivía en la parte antigua e iba a la escuela de la mano de la cocinera, admirado cada día por sus rumbos. Todo tiene sentido, la angustia y fascinación y el no saber pero estar en el mundo de las novelas de Kafka está en Praga. Uno sonríe a cada rato pero también parece que en algún punto los edificios se pueden caer, o que se están apretando unos a otros.

Antes de viajar, mi tía Sonia me dijo que el tío Germán List le dijo alguna vez que ella pensaba que París era la mejor ciudad del mundo porque nunca había ido a Praga; que ésa era la mejor ciudad del mundo.

Yo no sé qué vio el tío Germán, probablemente él conoció la ciudad durante las épocas checoslovacas. Aunque la dinámica de la ciudad era distinta y no estaba esa gran avenida con tiendas de diseñador, lo abrumador de sus calles no ha cambiado nunca.

Ahora la capital de Bohemia tiene además en algunos rincones obras de arte contemporáneo y de arte urbano (¿primos hermanos?) que decoran las esquinas y que aumentan la fascinación del paseante.

Hubo sol los días que estuvimos. Mi hermano y yo pudimos ver la aureola de los santos brillar desde el puente y había música, el jazz se toca en todos lados. Emiliano me hizo notar cosas que yo no veo. Él se fija en detalles y yo en monumentos. La visita de mi hermano es una fortuna, por fin siento que estoy “de viaje”.



sábado, 14 de diciembre de 2013

México era una fiesta

Anoche vi Rojo amanecer; cuando acabó prendí la computadora y vi la foto de un árbol de navidad incendiado durante las protestas contra la reforma energética, o por el alza de los boletos del metro, o por todo. México parece una fiesta inconforme que nunca se acaba. Luego salgo a la calle y en este país no pasa nada más que el viento.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Salón del miedo

“Salon der Angst” es una exposición temporal de arte contemporáneo con sede en el museo Kunstahlle, un edificio que mezcla el brutalismo arquitectónico con la estructura clásica original; hay un espejo de cinco metros de alto con un imponente marco barroco que refleja las escaleras de metal y el concreto donde otrora hubiera un salón recibidor. Tal vez por la iluminación tenue del interior (que hace el contraste menos evidente), esta  combinación no es agresiva: uno asiente sonriente mientras mira hacia el techo altísimo.

Las tres salas que conforman la exhibición fueron suficientes para asustarme.   Las instalaciones de arte contemporáneo siempre causan un poco de miedo por el desconcierto de hasta qué punto el espectador puede participar en la obra: si puedo ponerme los audífonos para escuchar un videoarte y escoger a cuál de las pantallas quiero mirar mientras en cada una de ellas la misma mujer me mira a los ojos pero desde una diferente posición, los nervios me traicionan y me incitan a cambiarme de pieza: mejor sólo miro cuadros.







Ese debe ser el efecto del arte contemporáneo: la subversión. El arte es ahora una apelación a los sentidos porque no hay un criterio estético estricto para juzgar lo que se ve. Evaluar una instalación que opta por aprovechar el espacio, los sonidos, las texturas y la experiencia del espectador no se puede hacer de la misma manera en la que se juzga una pieza que  atiende a un espacio físico de dimensiones limitadas como un lienzo.


Esta es mi primera consideración del arte contemporáneo, a propósito de que mientras veía uno de los muros de la exhibición, la piel se me enchinó una y otra vez como no me había pasado desde hace mucho tiempo, y qué podemos pedirle al arte sino desconcierto.

Este muro estaba lleno de collages, y sus recortes juntos decían la verdad. Y si Keats defendió la belleza como verdad, habrá que defender también la verdad como belleza, cual Joyce. Las imágenes estaban compuestas por dos textos distintos: de un lado la imagen de una modelo de revista y del otro la fotografía de alguna víctima de una tragedia civil. Así pues, si aparecía una mujer bellísima acostada con los ojos soñadores, su cabello pelirrojo desembocaba en la sangre corriendo de un hombre muerto en alguna ejecución acostado junto a ella.

Es el contexto lo que importa. Por qué no, pensaba, ver algunos de estos videos que siempre están en las exhibiciones de arte contemporáneo en mi casa. Porque no lo vería. Estar en una sala donde una pared proyecta la imagen de Margaret Thatcher congelada en medio de un discurso pero donde se escucha que ella sigue hablando lo vuelve todo absurdo, porque su cara está en una posición ridícula, con la boca abierta en una pausa que vuelve a cualquier persona patética; es una incomodidad. Nadie querría estar ahí.
La gente probablemente no pase más de una hora admirando las obras que una de estas exposiciones ofrece porque es molesto;  ése es un logro del arte contemporáneo. Estos videos interminables con escenas hiperrealistas proyectados en salas oscuras que por lo general tienen una banca para que la gente se siente a verlos son angustiosos.

Ver fotografías en blanco y negro de cementerios falsos montados en jardines de Estados Unidos para celebrar el Halloween no causa una franca epifanía sino duda: ¿qué es esto? ¿por qué retratar esto?
¿qué es lo que tengo que ver? ¿qué tiene que ver aquí? Pero alguien escogió retratar justo eso, justo ese detalle de la vida, y mientras esos barrios pobres con esqueletos horribles en sus rejas y máscaras viejas de hombres lobo no estén en la pared de un museo, no existen en nuestra conciencia, y así estaría mejor.


Ver una pieza tras otra de escenas que parecen no tener sentido pero sí lo tienen, sólo que uno muy abstracto y particular que jamás podremos aprehender porque no hay manuales para explicar la técnica de las escenas particulares,  de lo que un artista contemporáneo escucha o ve, es entrar en duda no sólo con lo que esa exhibición quiere decir sino con lo que uno mismo está dispuesto a ver.


Entrar en un cuarto oscuro donde se proyecta un video en el cual un hombre y una mujer tienen relaciones sexuales de la manera más explícita y con la grabación enfocada la mayor parte del tiempo en sus genitales es de un pavor inconmensurable. Ése es el salón del miedo.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Los mundos posibles

Ayer en clase de Lecturas Críticas la doctora Zettleman habló de una teoría literaria incipiente, extravagante y más bien chafona: la teoría de los mundos posibles.
No entendí a cabalidad de qué se trata, mi profesora tiene un estilo visceral de dar clases que hace sus explicaciones interesantes pero imprecisas.

Por las ideas que entendí, sin embargo, sospecho que esta teoría pertenece a una línea similar a la de la Recepción (además porque citó a Umberto Eco, una de las voces más concurridas cuando se quiere justificar un análisis literario no formal), donde el papel del lector está completamente involucrado en la obra literaria y en su sentido final.

 En los mundos posibles, no obstante, el lector puede hacer consideraciones con respecto a lo que hubiera pasado si la obra en vez de desenlazar de cierta manera lo hubiera hecho de otra. También puede hacer consideraciones sobre las consideraciones que los personajes podrían hacer para actuar de determinada forma en el argumento. Un desmadre, pues.

Ante tal charla no se puede hacer otra cosa más que preguntarse a sí mismo qué hubiera pasado si no hubiera venido a esta clase, o si en vez de haber estudiado náhuatl dos años hubiera estudiado alemán: ¿tendría más amigos austriacos?, o qué hubiera pasado si en vez de en invierno hubiera venido en verano, o si me hubiera ido de intercambio sin novio, o si tuviera una roomie que supiera hablar inglés, o si de plano no me hubiera ido de intercambio.

Y luego pues ya, ya es la mitad, ya sólo faltan dos meses para regresar, qué inutilidades andarse preguntando esas cosas. Mucho más inútil aun, me parece, preguntárselas con respecto a una obra literaria: ¿qué hubiera pasado si Jane Eyre no hubiera regresado para casarse la final?, ¿los críticos estarían más satisfechos? ¿O si Juan hubiera encontrado a su papá en Comala? ¿Seríamos más felices?

Pero qué manera tan inútil, bella e inevitable de pasar el tiempo: haciéndose preguntas.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Sol

Alejandro me dijo que cuando hiciera más frío las nubes se iban a condensar y el sol iba a volver a salir. Tenía razón, después de tres semanas de cuasi penumbra, hoy empezó a nevar y escribo con un rayo de luz reflejado en la pantalla de mi computadora.
Estoy fascinada, como si acabara de llegar a la ciudad.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Hedonista

Hubo una temporada cuando vivía en la casa del señor César en la que la bomba no funcionó bien, había que purgarla para que el agua subiera. Yo nunca aprendí a hacerlo porque el día que el casero nos enseñó, Rodrigo estaba ahí.  Él era el que iba a aprender, aunque no viviera ahí. Yo no.

Nunca estuve sola porque nunca quise la independencia que pude haber tenido. Cuando tomé la decisión de dejar de ir a Puebla todos los fines de semana le dije a mi mamá que era porque tenía que ahorrar dinero: cada boleto del ADO cuesta ciento cincuenta pesos. La verdad es que dejé de ir porque ahora tenía una familia también en el DF con la que podía pasar los fines de semana, la de Rodrigo.

El día que llegué a Viena fue la primera vez que estuve realmente sola y lo primero que hice fue salir a la calle a comprar el cable que necesitaba para conectar mi computadora a internet.

Llevo más de dos meses en esta ciudad y no ha pasado un día sin que deje de contar el tiempo. Estuve revisando mis finanzas y están bastante bien, mi estrategia para administrar el dinero (gastar en nada, comprar lo más barato, ser coda) ha funcionado a tal grado que estos últimos meses  podría darme el lujo de viajar a otros países o de vivir más luj[uri]osamente.

Esta mañana, mientras me bañaba, pensaba que estoy en un momento privilegiado que probablemente no volveré a vivir: estoy viviendo sola en Europa con veintidós años y sin preocupaciones de dinero.

Me resultó absurdo sentirme desdichada.  Gastaré todo mi dinero, lo gastaré. Hay una cita de Samuel L. Jackson que dice: “Anyone who tells you money can’t buy happiness never had any.”  Este fin de semana salí con todos los amigos que he hecho aquí, compré gluhwein en el mercado de navidad y compré cervezas en un pub, pagué diez euros por entrar al cine a ver la secuela de una película que no conocía, pagué el cover de un antro latino.

Y fui muy feliz.

Prometo que invertiré en mi felicidad y en mi distracción lo que me resta de tiempo, seré tan liberal como el sistema me lo permita y dejaré de hacer consideraciones inútiles acerca del clima; si no sale el sol en dos semanas o si hace frío no importa.

Invertiré el tiempo y el dinero en distracciones. Sólo destinaré el tiempo necesario para leer lo que tenga que leer y pasar mis exámenes. La inconciencia será mi guía.